Yomawari: Night Alone

Bogifobia: combinación del griego, φόβος (miedo), y del inglés, bogeyman (asustaniños). Temor irracional y persistente a lo sobrenatural, como los fantasmas y los monstruos imaginarios derivados de los miedos infantiles, normalmente asociado al terror a la oscuridad.

El miedo forma parte de la naturaleza del ser humano, es una reacción ancestral estrechamente ligada al instinto de supervivencia. Nos exponemos a algo que pone nuestra vida en peligro y se produce una respuesta inmediata en nuestro cuerpo orientada hacia una sola meta: salvar el pellejo. Afortunadamente, la racionalidad también es algo inherente a nosotros y juega un papel fundamental a la hora de sobreponernos a nuestros miedos. Analizar la situación, identificar los potenciales peligros y decidir si merecen la respuesta desmedida que aflora por instinto es algo que todos, en mayor o menor medida, aprendemos a hacer conforme vamos creciendo.

Por suerte —para nosotros; por desgracia para él— uno de los trabajadores de NIS no fue capaz de mantener a raya su irracional fobia a la oscuridad. Tras cada dura jornada de trabajo en el demoledor huso horario nipón, donde a eso de la “media tarde” ya no queda ni un solo rayo de luz natural, Yu Mizokami conduce de vuelta a casa. Los faros del coche iluminan los arbustos que bordean las carreteras secundarias que atraviesa, y las sombras que proyectan se retuercen caprichosas y amenazadoras: monstruos, seres informes, entes traslúcidos. Una parte de su cabeza le insiste en que todo es producto de su imaginación; la otra se alimenta de todos esos miedos y comienza a esbozar ‘Yomawari: Night Alone’.

El terror japonés es de sobra conocido por su vertiente psicológica más visceral y exacerbada. No juega con el susto por el susto, sino con el control de la tensión, la angustia y, sobre todo, los ambientes salpicados por espíritus y muertos. El miedo al propio miedo. ‘Yomawari: Night Alone’ es una nueva reinterpretación del subgénero nipón del terror, disfrazado de pequeño título indie, casi experimental por lo somero de sus mecánicas y la sencillez de su concepto. Aun así, hace algunos alardes que, a pesar de su origen humilde, harían palidecer a algunos de los maestros más versados en el género.

La pesadilla comienza como lo hacen casi todos los malos sueños, en forma de una escena aparentemente normal, acompañada por una paleta cálida, gráficos handpainted y una pequeña niña paseando a su perro Poro por una solitaria carretera a las afueras de un irrelevante pueblo japonés. El juego nos recibe con una introducción en la que un interlocutor desconocido, mediante subtítulos, nos desgrana las pocas mecánicas que hay de manera perezosa y simple; a fin de cuentas, es un tutorial, una zona cero previa a la acción. De manera casi automática, como un trámite, completamos las secuencias de comandos. Usa el stick para moverte. Pulsa equis para coger esa piedra que ha caído. Pulsa triángulo para abrir la ruleta del inventario. Pulsa cuadrado para tirarla. Poro se lanza detrás del proyectil, un camión entra en escena y tras un demoledor sonido de frenado y un gañido de angustia, la pantalla funde a negro. Al recuperar la luz, lo único que queda de nuestro amado compañero es unas sanguinolentas huellas de neumáticos en el asfalto y un collar roto; en nosotros, una sensación desagradable en la boca del estómago: no es sólo el brutal atropello del perro y su huída herido de muerte, es la impertérrita violación de esa zona de confort y no agresión hacia el jugador que es el tutorial. Descompuesta y temblando, la pequeña vuelve a casa y le cuenta a su hermana lo ocurrido. Ésta le dice que espere en casa, y parte a buscar a nuestro Poro. Nos quedamos solos. Anochece. Nadie vuelve.

Cuando acompañamos afuera a la protagonista de ‘Yomawari: Night Alone’, las callecitas de la barriada apenas se distinguen en mitad de la penumbra, y el resto de sentidos se agudizan. Cada uno de los sonidos del juego está medido a la perfección y colocado con cuidado: los pasos en el asfalto, las hojas mecidas al viento, los grillos, el ruido sordo y eléctrico de los neones de las expendedoras. Corriendo por las calles, pasando bajo la bruma anaranjada de las farolas, no vemos nada. Pero sentimos que no estamos solos. A toda la orquesta de susurros de la ciudad se suma un instrumento de percusión que comienza a acelerarse. Los latidos de nuestro corazón se vuelven cada vez más furiosos, y entonces sucede lo inevitable. El primer encuentro. Una amalgama de trazos borrosos, como un garabato macabro, un monstruo desasosegante pintado por un niño. ‘Yomawari: Night Alone’ nos hace dudar si lo que hemos visto es real o sólo un producto de nuestro terror infantil, pero las furiosas pulsaciones siguen palpitando en la pantalla. Y huímos. Por instinto, sin razonar. Como niños. 

Una ofrenda a los muertos

Por la ciudad hay repartidas varias estatuas en forma de jizô en las que podemos ofrecer las monedas que encontremos para hacer un guardado rápido y activar un punto de teletransporte. Dada la considerable extensión del mapeado, es una mecánica que se agradece a la hora de evitar largos trayectos esquivando fantasmas, pero muchas veces podemos explotarla y hacer que nos maten para desandar todo lo andado y volver al último jizô al inicio de una zona sin perder el avance realizado.

Nuestro desbocado corazón será la señal más fiable con la que contemos a la hora de detectar a todos los seres sobrenaturales que pueblan los alrededores. ¿Defensa contra ellos? Las de un niño aterrado en mitad de la oscuridad: ninguna. Ni siquiera la linterna que encontramos en los primeros compases nos ayuda a sobrellevarlo, ya que lo único que nos permite es revelar a los fantasmas, y si es aterrador pensar que hay algo ahí que no vemos, aún más lo es el hecho de confirmarlo. Las criaturas que deambulan por la ciudad van desde gigantescos monstruos folklóricos nacidos de una pesadilla de Hayao Miyazaki hasta garabatos antropomórficos a los que resulta desasosegante mirar. Cada uno de ellos tiene su propia naturaleza; unos nos atacarán si nos oyen, otros si les enfocamos con la linterna; los más terroríficos, en cuanto dejemos de mirarlos. Pero todos ellos tienen un denominador común: al tocarles, la partida acaba en mitad de una violenta taquicardia y un destello de sangre. Lo único que podemos hacer para evitarlo es intentar distraerles —por ejemplo, con el ruido al lanzar una piedra— y escondernos. Cualquier arbusto o cartel sirve, y mientras estamos acurrucados, nos tapamos los ojos. Para no ver, para no temer. Pero los latidos de nuestro corazón siguen ahí, ahora además resaltados por una nube rojiza que indica la cercanía de los enemigos a nuestro escondite; un pulso de sangre que palpita en la garganta, mientras crecen los susurros ininteligibles que emiten los fantasmas. En los momentos de mayor tensión, ‘Yomawari: Night Alone’ se vuelve una experiencia sinestésica y podemos escuchar cómo suena el propio miedo.

Al final, ‘Yomawari: Night Alone’ se reduce a un par de tardes de juego, un recorrido por todos los rincones de la ciudad luchando por superar el miedo. El miedo a la oscuridad, el miedo a no encontrar a nuestra hermana, el miedo a que Poro esté muerto, el miedo a ser un niño vagando, solo, de noche. El miedo a la esencia del miedo. No hay ninguna sorpresa escondida en sus compases; desde el primer momento, muestra todo lo que tiene, pero a pesar de que poco a poco vayamos haciéndonos con el control y aprendiendo a esquivar a los fantasmas con mayor confianza, siempre ocurre lo mismo: recorriendo la enésima calle desierta, envuelta en penumbra, pasamos cerca de algo. «Pum-pum… pum-pum… pu-pum, pu-pum, pu-pum». No sólo es el sonido del juego. Es el ritmo acelerado de nuestro propio corazón.

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Este texto fue publicado originalmente en el tomo nº 16 de la editorial GameReport

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