
«Dios no juega a los dados con el universo». Esta frase, junto a un considerable puñado de valiosísimas aportaciones científicas, catapultó a Albert Einstein hasta la posteridad. A pesar de que la creencia popular asume que el físico hacía referencia a la deidad creadora, únicamente se limitaba a mostrar su escepticismo ante el componente de aleatoriedad e incertidumbre que rige el universo. Años después, la física cuántica ha conseguido demostrar que el brillante genio estaba equivocado: nuestro mundo, aparentemente estructurado y organizado como un perfecto e infalible mecanismo, discurre sin nadie al volante en más ocasiones de las que pensamos. Y aquí seguimos: sin colapsos, sin desastres, quizá porque dentro del propio caos, el orden encuentra su paradójico lugar.
No eran estas disertaciones filosófico-científicas las que ocupaban la mente de un programador anónimo mientras esbozaba los primeros trazos del experimento sociológico que pretendía llevar a cabo; la idea surgió de su fascinación por SaltyBelt, un streaming autónomo que establece luchas aleatorias en el motor de fighting MUGEN —famoso entre los modders por dar soporte a una infinidad de personajes tuneados— y que permite a los usuarios apostar dinero ficticio en dichas peleas. Construyendo en torno a la idea de que la experiencia debía autogestionarse, ¿qué pasaría si se sustituyesen las irracionales decisiones de la CPU por un puñado de personas ejecutando comandos dispares en un videojuego al mismo tiempo? La lógica nos advierte de que la situación estaría consignada al desastre; la realidad demostró que, incluso dentro de la anarquía y el desorden, las cosas salen adelante. Estableciendo como escenario uno de los títulos más prolíficos y adorados de la industria, el creador de Twitch Plays Pokémon jugó a los dados con el universo, y el universo decidió seguirle el juego de manera maravillosa y sorprendente.
El 12 de febrero de 2014, nuestro anónimo protagonista lo tenía todo listo para iniciar su experimento: una ROM de ‘Pokémon Rojo’ y un sistema perfectamente embebido en la interfaz de la web de streamings Twitch que daba pie a los usuarios a interactuar en el chat; no entre ellos, sino con el juego. Introduciendo los comandos asociados a cada uno de los botones de la arcaica Game Boy, el campo de texto recogía las entradas y las enviaba al cartucho virtual. El criterio para ejecutar estos inputs era extremadamente básico: la primera orden que consiguiese procesar el programa en mitad de tan demencial lluvia simultánea de datos era la que se reflejaba en la partida, como si miles de niños librasen una batalla campal en el parque por pulsar uno de los botones de la consola.
En un ecosistema colmado de opciones, cualquier producto compite por arañar un segundo de dedicación de nuestro cada vez más limitado tiempo. El sector del videojuego es fiel reflejo de un mercado que lleva años acusando este exceso de oferta, donde muchos de los consumidores han caído en una espiral de compras inversamente proporcional a las horas invertidas en jugar. Departamentos enteros analizan los numerosos factores que entran en juego junto al abanico de elecciones que enfrenta cualquier jugador a la hora de escoger su próximo título de cabecera, buscando dar el siguiente campanazo. Streamer —el programador de la experiencia, bautizado así por la comunidad— no tuvo en cuenta nada de esto al establecer las condiciones de su experimento, y se limitó a emparejar una idea basada en algo existente con un título casi escogido al azar. Frente a un sistema tan burdo, muchos arquearon la ceja con escepticismo ante el atractivo que pudiese suscitar una oferta tan caótica y aleatoria. Los primeros días pudieron justificarse con el manido es la novedad; una semana después de su inicio, la aventura congregaba más de veinte millones de ávidos espectadores dejándolo todo a un lado y siguiendo las aventuras de esta versión esquizofrénica de ‘Red’.
¿Qué catapultó a Twitch Plays Pokémon hacia el éxito? La respuesta parece muy obvia para una generación que encuentra irracional deleite en invertir un considerable número de horas en dejarse bombardear por contenidos categorizados bajo anglicismos: streamings, memes, challenges… pocos divertimentos quedaron fuera de la colosal bola de nieve que se formó en torno a la experiencia desde su puesta en marcha, adquiriendo una inercia demencial conforme avanzaba. Aun así, no fueron estas las claves de su éxito, sino las consecuencias de un caldo de cultivo perfecto para que se propiciasen todos los comportamientos que lo hicieron tan peculiar. Aquellos que creen que sólo el factor nostalgia y varios millares de millennials desocupados consiguieron configurar este fenómeno de masas son incapaces de ver más allá: Twitch Plays Pokémon es un perfecto compendio del sueño húmedo de cualquier diseñador de producto, donde muchos de los comportamientos del ser humano como individuo y como animal social se entrelazaron y tejieron una red de la que era difícil escapar. El término tiene un puñadito de años: el engagement; todo lo que hay detrás lleva en nuestro cerebro durante cientos de lustros.
En 1950, el psicólogo B. F. Skinner llevó a cabo un sencillo experimento: puso a disposición de un grupo de palomas un dispensador de comida que se activaba cuando éstas pulsaban una palanca. Las aves pronto establecieron la relación acción-reacción y asociaron el funcionamiento del mecanismo con la obtención de comida. Entonces, Skinner modificó las condiciones para que el dispensador no funcionase siempre que las palomas interactuaban con el sistema, y la frecuencia con la que éstas activaban el mecanismo se multiplicó. La explicación lógica e inmediata nos hace pensar que los animales sólo aumentaban su número de interacciones para mitigar aquéllas en las que no obtenían lo que esperaban, pero los últimos experimentos neurológicos han demostrado que el factor sorpresa asociado a las acciones que llevamos a cabo estimulan el núcleo accumbens y elevan nuestra segregación de dopamina. No es azar, es química: dentro de nuestro instinto natural por buscar la seguridad y la comodidad de lo conocido, somos unos yonkis de la sorpresa y el plot twist. ‘Pokémon Rojo’ era un escenario confortable y familiar para muchos, pero casi treinta años después y con numerosas secuelas más complejas y recientes el factor novedad era nulo. Twitch Plays Pokémon añadió ese giro en forma de dispensador de eventos incontrolables y sintetizó la droga perfecta para millones de jugadores.
Aun así, el videojuego era considerablemente más complejo que un comedero y una palanca. Si bien el caos y la aleatoriedad eran el aliciente perfecto para revisitar un producto ya conocido, resultaban a la vez una peligrosa arma de doble filo debido a la frustración producida por el descontrol y la incertidumbre. El objetivo final de coronar la Liga Pokémon como nuevo campeón era una meta que se antojaba extremadamente complicada porque, a pesar de su linealidad, ‘Pokémon Rojo’ contenía varios puntos críticos que resultarían ser clave a la hora de determinar el éxito o fracaso de la experiencia.
Twitch Plays Pokémon es un perfecto compendio del sueño húmedo de cualquier diseñador de producto, donde muchos de los comportamientos del ser humano como individuo y como animal social se entrelazaron y tejieron una red de la que era difícil escapar
La consecución de objetivos es otro de los comportamientos que están grabados en nuestro inconsciente como humanos. De los miles de estudios tipo sobre cómo enganchar al consumidor para que complete un proceso, podemos quedarnos con uno de los más sencillos llevado a cabo por la Social Science Research Network en Nueva York: dándole a dos grupos de control sendas tarjetas de fidelización para obtener un lavado de coche gratis tras pagar por ocho de ellos, aquellos cuya tarjeta tenía diez casillas y dos de ellas ya marcadas desde el principio tuvieron un índice de compleción un 82% superior a aquellos que recibían una tarjeta de ocho casillas vacías. Iniciar una actividad es siempre un punto de rozamiento para nosotros, porque el mayor esfuerzo reside en romper la inercia del reposo.
Debido a la aleatoriedad que envolvía la partida, un plan a largo plazo no tenía ningún sentido, así que la comunidad se organizó de manera autónoma para señalar los hitos clave más cercanos y abordables y estableció una estrategia para alcanzarlos y poder superarlos con los medios con los que contaban en ese momento. Todos los esfuerzos se condensaban en intentar llegar al próximo destino, atrapar un determinado Pokémon o superar una ruta concreta, y cada pequeña victoria significaba otra casilla a marcar en la tarjeta de fidelización. De esta forma, la comunidad de Twitch Plays Pokémon se enroló en otra mecánica antropológica sobre la que se estructura una enorme porción del actual pastel de la industria del videojuego: si invertimos tiempo o dinero en algo, nos autoconvenceremos de que es porque merece la pena, y cuanto más lejos vayamos con ello, más difícil será abandonarlo. No hablamos sólo de incontables horas en ‘World of Warcraft’ o cientos de euros de loot boxes: «No dejes la carrera, que ya sólo te quedan dos años», «Llevo mucho invertido en este negocio como para desmantelarlo ahora» o el peligroso «Jugaré una mano más porque ya no me puede ir peor».
Preocupados tras identificar algunos puntos que serían críticos para poder superar el juego, parte de los jugadores reclamaron una modificación en la forma de jugar que se beneficiase del consenso de la comunidad. Streamer escuchó a sus conejillos de indias e implementó una nueva mecánica: el modo anarquía y democracia. Además de los inputs de la consola, incluyó estos dos nuevos comandos que se reflejaban en una barra indicadora de dos niveles homónimos, a modo de votación clásica. El modelo de anarquía funcionaba de manera original, mientras que si los votos viraban el método de control hacia democracia, el input más repetido en un determinado lapso de tiempo era el que se ejecutaba en la ROM. Muchos reclamaron que esta modificación dinamitaba el espíritu original del juego, así que en paralelo a la masa que definía con cuidado el siguiente objetivo a conseguir, surgió un conflicto entre dos bandos que peleaban por inclinar la balanza en uno u otro sentido. Donde muchos game designers se rompen la crisma, Twitch Plays Pókemon parió un metajuego espontáneo que salpimentó con el grado adecuado de competitividad una actividad colaborativa. Lo cierto es que si nos ponemos románticos —y a pesar de que el grueso de la aventura se completó bajo el modo anarquía— este añadido eliminó parte de la gracia de la propuesta original, pero probablemente supuso una inyección de alivio a los momentos de frustración más peligrosos que podrían haber dado al traste con todo el experimento.
Así pues, teníamos uno de los juegos de cabecera de toda una generación renovado con un fuerte componente de aleatoriedad, un progreso dividido y bien delimitado y una comunidad compitiendo y colaborando entre sí. Aun así, a pesar de que los astros se alinearon para dar lugar a todos los factores que propiciaron el enganche de los jugadores, el caos inherente a su planteamiento seguía siendo el factor imperante muy por encima de todos, con un protagonista que tan pronto desandaba lo andado como invertía media hora en consultar compulsivamente el mismo ítem de la mochila de objetos. ¿Qué permitió pasar horas y horas de frustrante improductividad y lentísimo avance? Ni el mejor sociólogo podría dar argumentos irrefutables para justificar esta objetiva pérdida de tiempo. Afortunadamente, nuestro instinto más primitivo entró en juego, una vez más de manera inconsciente, para poder salvar el escollo más grande y difícil de todos, e hicimos una de las cosas que mejor nos define como especie: contar una historia.
Ya hemos hablado de nuestra capacidad de autoconvencernos de que algo merece la pena, que no es sino una de las consecuencias de nuestra necesidad más primitiva: racionalizarlo todo. Quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos son sólo la punta del iceberg de nuestra necesidad de explicar todo aquello que no entendemos. Poder narrar lo sucedido nos ha permitido darle un contexto al ser humano durante toda su historia, pero fuera de los hechos objetivos que se han transmitido durante generaciones —con mayor o menor fidelidad— aún hay miles de preguntas sin respuesta que seguimos intentando resolver: nos aterra todo aquello que no podemos explicar, hasta el punto de que a veces recurrimos a la paradoja de otorgarle explicaciones irracionales. Lo que comenzó por enterrar abalorios, armas y flores junto a los cadáveres en las primeras fosas mortuorias ha llegado a constituir comunidades de millones de seguidores miles de años después. ¿El medio de perpetuación? El mismo: las historias.
La comunidad consiguió justificar el caos de Twitch Plays Pokémon elaborando una narrativa al mismo ritmo al que ocurrían los acontecimientos, hasta llegar a que el fin de la aventura en muchos puntos pasase por ser fiel a la propia imaginería en vez de enfocarse en las metas intrínsecas del título. Y en aquellos momentos en los que la separación entre lo que era racional hacer y lo que estaba sucediendo era máxima, se echó mano del comodín que todo lo explica: la religión. Este fenómeno comenzó cuando el protagonista consiguió el Fósil Helix —forma primigenia del Pokémon Omanyte— en los compases iniciales de la partida, que pasó a formar parte de los primeros puestos de su lista de objetos. Tanto en mitad de las rutas y ciudades como durante los combates, era común que el cursor de selección de acciones terminase por error apuntando al fósil, arrojando siempre el mismo resultado: «¡No puedes usar eso aquí!». Lo que resultaba un enorme hastío a la hora de avanzar se convirtió en el inicio de las leyendas que progresaron durante el gameplay: el fósil era la materialización de Dios a la que el protagonista, Red, recurría constantemente en busca de consejo. A partir de aquí la inventiva y creatividad de millones de personas se pusieron a trabajar sin descanso, generando un torrente de historias que empapó todos los rinconces de Twitch Plays Pokémon. La leyenda escaló hasta impactar de lleno en la manera de jugar, ya que parte de la comunidad argumentaba que tras la democracia se ocultaba el malvado Fósil Domo —el antagonista del Fósil Hélix— para dinamitar el éxito de la epopeya de Red.
Condensar todo este lore resulta complicado en pocas líneas, pero merece la pena resaltar algunos de los momentos más icónicos, como la increíble coordinación de la comunidad para utilizar la Master Ball y capturar a Zapdos en modo anarquía y la posterior e irremediable liberación accidental de doce Pokémon al intentar sacar al pájaro legendario del PC; un error garrafal recordado como Bloody Sunday que, lejos de frustrar a la comunidad, sólo alimentó la historia y la discusión entre los jugadores ante la incertidumbre de saber si Zapdos era otro emisario malvado del fósil Domo. Mientras tanto, en torno al Pidgeot del equipo se estableció un culto ferviente por considerarle el profeta verdadero de Hélix: Abba Jesus (de su mote, “aaabaaajss”), y toda esta vertiente religiosa de la trama culminó al revivir al fósil con éxito, lo que se traducía en un multitudinario clamor en el chat bajo la frase «Praise Lord Helix!» cada vez que Omanyte salía a luchar en un combate. Así, decenas y decenas de fallos, éxitos, idas, venidas y sinsentidos se tradujeron en una colosal avalancha en forma de ilustraciones, gifs y fanfics que supusieron el empuje definitivo para que Twitch Plays Pokémon se convirtiese en un auténtico fenómeno de masas. Así, pasamos de una comunidad de jugadores a miles de cuentacuentos simultáneos, y el interés principal pasó de descubrir cómo terminaría la aventura a seguir tejiendo los hilos de la historia que se había inventado en torno a ella. Ya no importaba cómo acabase la partida: la experiencia había sido un éxito.
Dieciséis días después de su inicio, la aventura llegaba a su fin y Red se coronaba como el campeón de la Liga Pokémon de Kanto. Twitch Plays Pokémon fue galardonado en 2014 con el Guinness al single player online más jugado de la historia: 1 165 140 personas luchando por controlar un personaje, coordinándose e incluso enfrentándose entre sí hasta completar el juego. Todo comenzó con un ente anónimo que puso unos dados sobre la mesa con la curiosidad de averiguar qué sucedería tras cada tirada. Algunos auguraron un fracaso total; otros fueron más optimistas y confiaron en la victoria desde el principio, pero lo que probablemente nadie pudo prever fue que los participantes no jugarían a tirarlos, sino a apilarlos y construir con ellos un nuevo mundo sobre el tapiz en el que debían hacerlos rodar.
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